Después del estallido
10 €
Un Sonoro Silencio
No es esta la primera vez que comento un trabajo de Dorita Puig; escribí el epílogo de su primer libro: De breve infinitud -seguido por una serie de volúmenes del mismo nombre que han recibido notorio reconocimiento- por lo tanto, esta página prescinde del formalismo inaugural pero renueva el desafío de interpretar una obra poética que crece, se complejiza y expande, no sólo en sentido literario, sino también territorial, y llega hoy a España.
De profunda intensidad, impregnados de la típica angustia del poeta en su búsqueda constante por reparar con la palabra el vacío entre el lenguaje y la realidad, estos poemas reivindican el acto de escribir como un postulado existencial de la autora.
Así lo dice en el inicio: Si escribes, morir/ será solo un verbo.
A partir de esta consigna escribir como un recurso salvador frente a la muerte- la obra se construye, principalmente, sobre las siguientes premisas: la escritura y el silencio abarcan la primera parte; la palabra y el tiempo la segunda, y algunas variaciones sobre los temas anteriores completan la tercera parte.
El texto revela una voz propia, reconocible (lo que suele denominarse estilo) dotada de la necesaria conciencia técnica que modula el discurso, pero no de forma mecánica sino como articulación natural del ritmo y de las fluctuaciones melódicas del verso.
Como todo buen poeta, Dorita Puig conoce el oficio de distribuir los acentos y las pausas para lograr el ritmo del poema, alternando versos de diversa estructura donde, sea cual fuere el metro elegido, aun en construcciones breves como el epigrama, despliega siempre con eficacia la tensión del tema y su contenido.
La destreza en el empleo de la síntesis y la contundencia de los versos de clausura son virtudes reconocidas de esta autora. Su escritura poética no queda encerrada en un repliegue verbal, en el símbolo o en la sugerencia un déficit que afecta a mucha poesía intrascendente que circula en nuestros días-; por el contrario, apela a los diversos valores de la palabra y a sus múltiples connotaciones que amplifican el discurso y favorecen los caminos de comunicación con el lector. Asimismo, la metáfora potente atraviesa toda la obra y no se agota en la primera lectura.
En la primera parte de este libro la escritura se revela como una vocación sacrificial de su autora. Escribir es el oficio de arder/ y el presagio de una muerte (poema 4). Se escribe para no morir pero se paga el precio de semejante temeridad en cada intento: giro en la fértil agonía/ en el instante de la fiebre/ resucito (10). El silencio y la noche son elementos frecuentes en la elaboración del discurso, tanto para componer una espléndida metáfora: No se vuelve del grito/ ni de la flor absurda del silencio (9) como para ambientar el momento decisivo (noche a noche) donde se desnuda el arte de no morir (5).
De la segunda parte elijo este poema que la precede, y que bien podría ser el Arte Poética representativo de su autora.
La palabra/ es la primera pluma/ que crece en tu mano/ antes de ser pájaro.
La armonía entre la belleza de la forma y el contenido de estos versos es la síntesis perfecta de un discurso poético que brilla a gran altura.
Los vaivenes de la palabra en el devenir del tiempo se resignifican en la tercera parte de esta obra, en la que predomina una mirada retrospectiva; en cierto modo, un balance personal sin demasiado espacio para el arrepentimiento, pero donde aparece reiterada la idea de oscilar entre el cielo y el infierno, como si el acto de escribir estuviera condenado a consumirse en esa fatal incertidumbre.
En este incesante pendular, la palabra es el contrapeso que sostiene/ el cielo que escribes/ y el infierno que callas (23).
El capítulo final entrega una luminosa definición de las metáforas: Eso que llamas metáforas/ son los lugares comunes/ en el lenguaje de Dios, y hay lugar todavía para una magnífica sentencia que nos estremece: Escribir poesía es el pecado/ La palabra, Señor, es inocente (31).
Un último apunte sobre el carácter íntimo de esta poesía; la exposición del yo lírico, su actitud confesa, su revelada fe en la palabra como instrumento de salvación (o, en su dramático reverso, un camino elegido para condenarse); lejos de ser una debilidad o una fisura sentimental del discurso, es la esencia misma de su fortaleza, y de su proyección se nutre el desarrollo de toda la obra.
Por lo general, a todo estallido le sigue un profundo silencio, pero no el silencio habitual de los momentos de calma; es un silencio que cruje y amenaza con romperse, o, para decirlo con el oxímoron que titula esta reseña; un sonoro silencio.
En esta obra, Dorita Puig rompe un silencio revelador de palabras emplumadas en su mano; palabras que libera como pájaros punzantes; poéticas esquirlas Después del estallido, al fin, inevitables.
Eduardo Luis Fernández *
*Escritor argentino; coordinador de ciclos y talleres literarios
No es esta la primera vez que comento un trabajo de Dorita Puig; escribí el epílogo de su primer libro: De breve infinitud -seguido por una serie de volúmenes del mismo nombre que han recibido notorio reconocimiento- por lo tanto, esta página prescinde del formalismo inaugural pero renueva el desafío de interpretar una obra poética que crece, se complejiza y expande, no sólo en sentido literario, sino también territorial, y llega hoy a España.
De profunda intensidad, impregnados de la típica angustia del poeta en su búsqueda constante por reparar con la palabra el vacío entre el lenguaje y la realidad, estos poemas reivindican el acto de escribir como un postulado existencial de la autora.
Así lo dice en el inicio: Si escribes, morir/ será solo un verbo.
A partir de esta consigna escribir como un recurso salvador frente a la muerte- la obra se construye, principalmente, sobre las siguientes premisas: la escritura y el silencio abarcan la primera parte; la palabra y el tiempo la segunda, y algunas variaciones sobre los temas anteriores completan la tercera parte.
El texto revela una voz propia, reconocible (lo que suele denominarse estilo) dotada de la necesaria conciencia técnica que modula el discurso, pero no de forma mecánica sino como articulación natural del ritmo y de las fluctuaciones melódicas del verso.
Como todo buen poeta, Dorita Puig conoce el oficio de distribuir los acentos y las pausas para lograr el ritmo del poema, alternando versos de diversa estructura donde, sea cual fuere el metro elegido, aun en construcciones breves como el epigrama, despliega siempre con eficacia la tensión del tema y su contenido.
La destreza en el empleo de la síntesis y la contundencia de los versos de clausura son virtudes reconocidas de esta autora. Su escritura poética no queda encerrada en un repliegue verbal, en el símbolo o en la sugerencia un déficit que afecta a mucha poesía intrascendente que circula en nuestros días-; por el contrario, apela a los diversos valores de la palabra y a sus múltiples connotaciones que amplifican el discurso y favorecen los caminos de comunicación con el lector. Asimismo, la metáfora potente atraviesa toda la obra y no se agota en la primera lectura.
En la primera parte de este libro la escritura se revela como una vocación sacrificial de su autora. Escribir es el oficio de arder/ y el presagio de una muerte (poema 4). Se escribe para no morir pero se paga el precio de semejante temeridad en cada intento: giro en la fértil agonía/ en el instante de la fiebre/ resucito (10). El silencio y la noche son elementos frecuentes en la elaboración del discurso, tanto para componer una espléndida metáfora: No se vuelve del grito/ ni de la flor absurda del silencio (9) como para ambientar el momento decisivo (noche a noche) donde se desnuda el arte de no morir (5).
De la segunda parte elijo este poema que la precede, y que bien podría ser el Arte Poética representativo de su autora.
La palabra/ es la primera pluma/ que crece en tu mano/ antes de ser pájaro.
La armonía entre la belleza de la forma y el contenido de estos versos es la síntesis perfecta de un discurso poético que brilla a gran altura.
Los vaivenes de la palabra en el devenir del tiempo se resignifican en la tercera parte de esta obra, en la que predomina una mirada retrospectiva; en cierto modo, un balance personal sin demasiado espacio para el arrepentimiento, pero donde aparece reiterada la idea de oscilar entre el cielo y el infierno, como si el acto de escribir estuviera condenado a consumirse en esa fatal incertidumbre.
En este incesante pendular, la palabra es el contrapeso que sostiene/ el cielo que escribes/ y el infierno que callas (23).
El capítulo final entrega una luminosa definición de las metáforas: Eso que llamas metáforas/ son los lugares comunes/ en el lenguaje de Dios, y hay lugar todavía para una magnífica sentencia que nos estremece: Escribir poesía es el pecado/ La palabra, Señor, es inocente (31).
Un último apunte sobre el carácter íntimo de esta poesía; la exposición del yo lírico, su actitud confesa, su revelada fe en la palabra como instrumento de salvación (o, en su dramático reverso, un camino elegido para condenarse); lejos de ser una debilidad o una fisura sentimental del discurso, es la esencia misma de su fortaleza, y de su proyección se nutre el desarrollo de toda la obra.
Por lo general, a todo estallido le sigue un profundo silencio, pero no el silencio habitual de los momentos de calma; es un silencio que cruje y amenaza con romperse, o, para decirlo con el oxímoron que titula esta reseña; un sonoro silencio.
En esta obra, Dorita Puig rompe un silencio revelador de palabras emplumadas en su mano; palabras que libera como pájaros punzantes; poéticas esquirlas Después del estallido, al fin, inevitables.
Eduardo Luis Fernández *
*Escritor argentino; coordinador de ciclos y talleres literarios
Estamos en Zaragoza.
En el 28 de la calle San Vicente de Paúl.
Justo aquí
Abrimos de lunes a sábado
de 10:00 a 14:00 y de 17:00 a 21:00